Por ser la única extranjera "gringa" del pueblo, aprendí con mi propia vivencia, desde el inicio, el significado de la interculturalidad y el trato noble con la diferencia.
Quito, Ecuador: La propuesta de mi puesto se refería a un apoyo en un proyecto específico con jóvenes de una comunidad pequeña del sur del Ecuador, a 3.000 metros de altitud. Un pueblo predominantemente rural en el que había, además, comunidades de habla quechua.
Yo vengo de un país tropical, y he vivido toda mi vida al nivel del mar. Así que contaba con un mínimo período de adaptación a tantas diferencias. Y así fue. Por ser la única extranjera gringa del pueblo, aprendí con mi propia vivencia, desde el inicio, el significado de la interculturalidad y el trato noble con la diferencia. Yo era la rara, las miradas eran de curiosidad y se mantuvieron así hasta el final de mi asignación, pero con el tiempo se añadieron a las miradas de amabilidad propias de la gente de un pueblo pequeño.
De hecho, en poco tiempo pasé a compartir intensamente sus ritmos cotidianos, ya que además de las tareas como voluntaria, parte del período lo separaba para el contacto con la gente y el acercamiento. Me sentía poco a poco realmente integrada.
En el trabajo, tuve suerte de poder encontrar espacio para sugerir actividades y poder también elegir prioridades. Como era un trabajo mayoritariamente de campo, había posibilidades para eso. Así, con mi coordinador, decidí asumir un proyecto con adultos mayores y discapacitados que cambió todo el rumbo de mi planeamiento inicial con el voluntariado en aquél lugar, y también un poco mi vida.
Nunca había trabajado con adultos mayores tan de cerca como en esta ocasión. Y lo viví intensamente. Les hacíamos visitas domiciliarias junto con los promotores de salud, proponíamos reuniones de motivación, ocio y comidas comunitarias, sensibilizábamos a la población sobre el cuidado hacia ellos y coordinábamos también la atención de otras instituciones principalmente los servicios de salud y el ayuntamiento local para ayudar con todo el proceso.
La gente con la que trabajaba me enseñaba diariamente sobre la humildad y las ganas de vivir. A pesar de las dificultades con el idioma, las diferentes maneras de comer, de vestir, de relacionarse, me dispuse a aprender de todo corazón, ya que necesitaba encontrar comprensión y empatía entre los adultos mayores y yo. Y lo encontré. Aprendí mucho sobre los valores tradicionales de las comunidades que recorríamos, así como de las miradas pacientes y acogedoras de ellos. Realmente he visto crecer lazos afectuosos entre ellos mismos y, con mucha gratitud, también entre ellos y yo.
En realidad, el tiempo se ha hecho corto para tantas vivencias. Comprendo también que aceptar un desafío como este es aprender a llegar y a partir, a llevar y a dejar exactamente lo que parece justo, mientras que al mismo tiempo se tiene la sensación de que una trae mucho más de lo que podría promover.
Por Thais Brandão